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El reto de México: la inclusión

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La desigualdad es una característica estructural de México: el origen social, la ubicación geográfica y el medio ambiente han construido un campo de juego desigual desde tiempos ancestrales. México no es único en haber heredado una estructura social y una orografía que crean condiciones sociopolíticas y económicas desiguales. Donde sí destaca México (entre países con niveles similares de PIB per cápita) es en haber fracasado, o ni siquiera intentado, crear condiciones para mejorar las probabilidades de éxito de toda la población, sin distinción. En realidad, el problema está en otra parte: muchos políticos mexicanos tienen visiones gigantescas y maximalistas que se convierten en sueños imposibles. Otros políticos simplemente prefieren que la pobreza siga prevaleciendo en México.

El discurso político sobre la desigualdad es generoso en retórica, pero carente de soluciones. Por supuesto, no faltan las propuestas para nivelar la riqueza vía una redistribución radical del ingreso. Sin embargo, esto implicaría tener muchos más pobres, cuando lo que la sociedad mexicana demanda es tener muchos más ricos. Otras propuestas se centran en aliviar los síntomas de la pobreza o de quienes no tienen acceso a las prestaciones sociales. Por lo general, se trata de subsidios en forma de transferencias monetarias condicionadas a las familias pobres, al tiempo que se les exige el cumplimiento de compromisos específicos (como llevar a los niños a la escuela y a los centros de salud). Esta fue la base de programas sociales en México como Progresa (1997) Oportunidades (2002), y similares. Luego, hay quienes proponen generalizar este principio a través de enfoques como la renta básica universal que tienen el efecto de borrar los incentivos para el progreso individual. Y otros buscan soluciones mágicas a través de más gasto público (y sus correspondientes impuestos) sin cambiar ni las metas de gasto del gobierno ni su ejecución.

Como dijo el físico de origen alemán Albert Einstein, no hay razón para esperar resultados diferentes cuando se hace lo mismo una y otra vez.

Al otro lado del Océano Pacífico, China ha demostrado que reducir la desigualdad en un par de generaciones es posible. Lo que se requiere es una economía pujante que desarrolle un proceso educativo enfocado en generar capital humano en forma de individuos capaces de incorporarse a la fuerza laboral. El éxito de China es tan evidente que deberíamos avergonzarnos porque no es el único país que lo ha logrado. El gigante asiático creó incentivos para que las empresas privadas (nacionales y extranjeras) abrieran y prosperaran, y dedicó enormes recursos a convertir la educación en un medio a través del cual todo el mundo, independientemente de su origen, pudiera incorporarse al mercado laboral del siglo XXI. Con esta estrategia (de la que fueron pioneros Corea del Sur, Taiwán y otros países en el siglo XX), China consiguió que más de 300 millones de ciudadanos se incorporaran al mercado laboral, elevaran su nivel de vida y se convirtieran en contribuyentes. Un círculo virtuoso de movilidad social.

El reto de México es la inclusión social: cómo crear las condiciones para que todos los mexicanos, sin distinción, tengan igual acceso a las oportunidades que ofrece el mundo. Implica cambiar la lógica del gasto público mexicano, del sistema educativo y de la estrategia de desarrollo en general. Cuando se adopta el concepto de inclusión social, lo único que importa es que la economía crezca rápidamente y que la población sea capaz de incorporarse a ella. Esto, a su vez, arroja nueva luz sobre el papel de los grupos mafiosos que dirigen los sindicatos de maestros de México, otros caciques políticos y funcionarios electos que no tienen mayor objetivo que el control político. Todos ellos saben que una población pobre es siempre más fácil de manipular, lo que no les impide jugar con la desigualdad en lugar de tomar medidas para eliminarla.

En el contexto muy diferente del siglo XX, México logró una acelerada movilidad social gracias a la combinación de estabilidad política e inversión pública y privada. En el siglo XXI de la tecnología y el conocimiento, esto no es suficiente. El éxito depende de la capacidad de los individuos para agregar valor. La educación, las infraestructuras y la sanidad se convierten en activos críticos para lograr ese objetivo. El progreso de México requiere de estrategias creativas de inclusión social, pero el gobierno actual está oficialmente estancado en el siglo XX.

La pregunta obvia es por qué la productividad de México crece tan poco -y, en consecuencia, los niveles de ingreso- a pesar del éxito de los sectores económicos ligados a los mercados de exportación. De nuevo, cuando se mira a Corea del Sur o China, la respuesta es obvia. Ambos países han apostado por la adición de valor, que es lo que ha elevado el nivel de vida en este siglo. No hay que ser un genio para ver que las conferencias de prensa diarias del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador son un mero espectáculo que distrae del objetivo más relevante de implementar una estrategia de desarrollo económico probada.

Aumentar la movilidad social es la única fórmula para reducir y, eventualmente, acabar con la desigualdad. Una mayor movilidad social es el resultado de la acción concertada de un gobierno para crear las condiciones para un crecimiento económico acelerado y para igualar las oportunidades -mediante la creación de capital humano a través de la educación y la sanidad- de los miembros más desfavorecidos de la sociedad. Todo se basa en que los líderes tengan como objetivos principales el desarrollo económico y la inclusión social, en lugar del control político y el empobrecimiento.

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