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Atentado contra la dignidad | Por Ana María Matute

Para llegar a tiempo a su trabajo todas las mañanas, el joven profesional tiene que salir de Guatire antes del amanecer. El problema del transporte y del efectivo le hacen perder el sueño, pero es un hombre responsable. El lunes viajaba, además, con un sobrino adolescente que subía a la capital a una clase de francés.

Al llegar al terminal donde las camionetas descargan los pasajeros, el joven trabajador y su sobrino caminan con tranquilidad hacia la estación del Metro que está diagonal a la parada. Cuando se disponían a bajar las escaleras, tres hombres y una mujer los rodearon. La mujer se puso delante, uno de los ladrones detrás y los otros dos a cada lado. Uno de ellos le puso un arma de fuego en un flanco al trabajador. Le pidió todo lo que llevaba.

El otro delincuente los iba despojando de los bolsos, las viandas de comida, les sacaron las billeteras del bolsillo trasero del pantalón y los teléfonos. Todo se lo iban pasando a la mujer que estaba enfrente. No había escapatoria, nada que hacer. Una vez que los limpiaron, se fueron como si nada.

La indignación del trabajador fue genuina, pero confiesa que no intentó defenderse pues temía por la vida de su sobrino, un muchacho de 16 años de edad. Relató lo sucedido al llegar a su sitio de trabajo, rojo de ira, de impotencia, de desasosiego. Al cabo de un rato, esos sentimientos se fueron transformando en verdadero pavor, de verse rodeado por un grupo de delincuentes sin poder hacer nada más que entregarse. El susto le recorrió las venas y, como siempre, terminó dando gracias a Dios de que, por lo menos, no se llevaron la vida.

No hubo manto protector ni chaleco antibalas. Pero de que fue un atentado contra su vida, lo fue. Para mí ese fue un magnicidio.

II

La pareja de jóvenes decidió regalarse un fin de semana en la playa porque les prestaron un apartamento en La Guaira. A las 8:00 de la mañana agarraron camino hacia el litoral central con su bastimento de comida.

Una vez ya en el municipio Vargas, se adentraron en los pueblitos camino al apartamento en donde se quedarían hasta el domingo. Bajaron la velocidad y los detuvieron en una alcabala. Los hicieron salir del carro. A la muchacha se la llevó una policía a un cuartico. Al muchacho se lo llevaron los funcionarios.

La mujer policía mandó a la muchacha a desnudarse, la tanteó por todos lados, le revisó el bolso, el morral, sacó todo de su sitio. Le preguntó si consume marihuana, ella lo negó una y otra vez. Después de la humillación infinita, le dijo que se vistiera y la dejó salir a esperar a su novio en el carro. Pasó el tiempo infinito y no aparecía, no lo veía por ningún lado, se desesperó.

Decidió salir del carro y buscarlo por el pueblo. A lo lejos lo vio con los policías en un abasto. Se acercó. Los policías hicieron que el muchacho les comprara dos cartones de huevos. Los dejaron ir.

Un poco más adelante los detuvieron otros funcionarios y la historia volvió a empezar. Con ese pronóstico, decidieron regresar a Caracas, como diría Dostoyevski, ofendidos y humillados.

Si esto no es un atentado contra la dignidad, no sé qué será.

III

Podrán entender por qué no me interesa ni medio pepino los drones, el C-4 ficticio, la trampa fallida, las lágrimas de cocodrilo o lo que haya sido.

A nosotros los ciudadanos nos violan, nos humillan, nos amenazan, atentan contra nuestra vida a cada segundo. Los asesinos rojitos están determinados al exterminio de toda la población. No hay magnicidio más grande que ese.

No me voy a comer el cuento, eso sí. Nunca escucho al mandante, pero el sábado lo hice. Recordé entonces la misma voz con la que nos daba los partes de que Chávez estaba bien, gobernando desde La Habana y firmando decretos. Me di cuenta de que fue capaz de negar las mentiras de su adorado mentor, porque dijo que nunca había ocurrido un intento de magnicidio como el del sábado, olvidando que Hugo Rafael denunció unos cuantos. Es un pobre mandante al que el egocentrismo le queda demasiado grande, a pesar de su elefantiásica humanidad.

No me interesa si le escupen en la cara, si le lanzan mangos o piedras o si montan el show. Me interesa que estamos muriendo y los que logramos sobrevivir, vivimos con un duelo perenne en el corazón.

El Nacional