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Editorial El Nacional | Muerte en El Paraíso

Todo asesinato es atroz. No importa que la víctima haya sido un canalla, pues nadie tiene derecho de arrebatarle la vida a un semejante; no a estas alturas de un proceso civilizatorio inclinado a proscribir la pena capital, idea que, por lo visto, no comparte un gobierno autocalificado de humanista, que ordena disparar a la ligera y prescinde de las consecuentes y necesarias averiguaciones para establecer responsabilidades, porque ¿dónde se ha visto que una dictadura deba preocuparse por los reparos del Ministerio Público, sobre todo cuando las investigaciones de ese organismo no machimbrean con las disposiciones oficiales?

Pero si el homicidio es un crimen deplorable, más lo es atribuir su autoría a terceros con la deliberada intención de desacreditar sus posiciones políticas.  Es lo que han hecho en la revolución antes con Chávez, ahora con Maduro. Por esa vía convirtieron a los pistoleros de Puente Llaguno en víctimas y héroes, e hicieron mártires a algunos camaradas como Danilo Anderson, Robert Serra y Eliécer Otayza, muertos en misteriosas y sórdidas circunstancias.  Por eso no sorprende que el pretor a cargo del Ministerio de Relaciones Interiores, Justicia y Paz, Néstor Reverol, antes de iniciar las investigaciones que aconseja el caso, sugiera, irresponsablemente, que el asesinato del juez 48 de Control del Área Metropolitana, Nelson Moncada, haya sido producto de “una venganza por su participación en la sentencia ejecutada contra Leopoldo López y el desmantelamiento de las ‘carpas’ en las guarimbas de 2014”.

Hay algo de simetría en este delito, pues el abogado Moncada trataba de evadir una barricada en El Paraíso cuando fue interceptado por sus asesinos, que le despojaron del vehículo, del equipo de sonido, de su celular y otras pertenencias. Un delito más en la ciudad más violenta del mundo, pero que, por tratarse de un peón del oficialismo, es enfocado con el lente de la manipulación.

Que Reverol diga lo que dijo no tiene la menor importancia, como tampoco nada significan las alusiones de Maduro al condolerse del fallecimiento de un individuo que supo satisfacer su caprichosa sed de (in)justicia. Mas, que Ernesto Samper salga de primer chicharrón a implicar (culpabilizar) a la oposición del ominoso suceso es una prueba fehaciente de su deshonestidad intelectual. Por eso Maduro lo quería y lo quiere en el diálogo. Con su malévola interpretación del crimen de El Paraíso, Samper ha quedado descalificado para mediar en la crisis venezolana.

Sí, los asesinatos son abominables. Más aún cuando son perpetrados impunemente por razones de continuidad en el mando, tal los ordenados por un narcogobierno militar cuyo mascarón de proa cree que los puntos cardinales son cinco, de modo que la brújula que le guía difícilmente pueda enrumbarlo.

Y muchísimo más todavía cuando responden a programas de exterminio masivo, como los puestos en marcha por el régimen en materia de seguridad, abastecimiento y salud –¿o deberíamos decir inseguridad, desabastecimiento e insalubridad?–. Para Maduro, Cabello, Reverol, Padrino y sus conmilitones, el asesinato de uno de los suyos es una tragedia nacional, pero el genocidio en progreso es el justificado precio de la paz… ¡De la paz de los sepulcros!