(A Todo Momento) — El estado de nuestras prisiones | Por Alberto Arteaga Sánchez
Si un país se juzga por el trato dispensado a los presos, como decía Mandela, la condena a Venezuela ya ha quedado firme, sin recurso alguno y su ejecución implica la más severa exigencia de responsabilidades a quienes, en el Estado, le han dado la espalda al reclamo de justicia de la población encarcelada.
Es necesario reconocer que las prisiones nunca han sido prioridad del Estado venezolano, pero también se debe recalcar que nunca habíamos llegado al extremo de la tragedia penitenciaria del socialismo del siglo XXI.
El año 1974 fue reseñado como “uno de los más sangrientos de nuestra historia penitenciaria”, como lo afirma Mirla Linares Alemán, apuntando que “el número de reclusos muertos superó los 30”, cifra que nada tiene que ver con los datos espeluznantes de los homicidios en prisión en el presente, con el añadido del hacinamiento, las condiciones de insalubridad y la violencia interna de nuestros penales.
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Pero uno de los aspectos más preocupantes de la situación penitenciaria venezolana es el número de procesados presos, que excede de 60%, el cierre de establecimientos que han debido reformarse y la reclusión o depósito “provisional” en retenes policiales que solo deberían albergar, por algunas horas, a quienes esperan por su presentación ante los tribunales, impedido su ingreso a otros centros penitenciarios por órdenes del Ministerio del Servicio Penitenciario.
Sin duda, la situación anómala de tan alto porcentaje de presos sin condena y de procesados –inclusive condenados– que permanecen en retenes policiales de los estados, constituye una de las notas más resaltantes del vía crucis de nuestros “privados de libertad”, recorrido y sufrido también por sus familiares.
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Los 68 muertos en los calabozos de la Comandancia General de la Policía Regional del estado Carabobo, en marzo de este año, ha puesto en evidencia la realidad de la “revolución penitenciaria”. Esta se afinca en el control de unos establecimientos, seleccionada la población reclusa que puede ingresar y excluido un porcentaje importante de presos que pagan inclusive con la vida su estada en locales no aptos para servir como cárceles, auténticos depósitos o mazmorras infernales que recuerdan oscuras épocas de la historia y de la crueldad de las sanciones penales.
El sistema de penas, impuesto de hecho, se traduce en una ficción o simulacro procesal que se prolonga sine die, con privación de la libertad, sustituida así la pena definitiva por la prisión preventiva, en franca violación de la presunción de inocencia, pilar fundamental de un proceso justo.
Sin duda, esto nos indica que el gravísimo problema penitenciario es el reflejo de un drama humano que encuentra sus raíces en la violación sistemática de los principios y garantías de un verdadero proceso penal, cuyo simple anuncio, por lo demás, se constituye en fórmula amenazadora y terrorífica que lleva a la escogencia de la pena del destierro para escapar de la privación de libertad impuesta sin sentencia.