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Fabricio Ojeda: Tragedia venezolana en tres actos

I

Difícil aceptar la realidad cuando no te favorece.

Más duro lo es aún, cuando creías que las tenías todas contigo y que sería interminable tu poder.

Estás en los que los psicólogos denominan “fase de negación”, etapa en la que no te resignas a perder lo que habías alcanzado y eres “capaz de todo” para evitarlo.

-Si no eres mía (o mío), no serás de nadie- adviertes.

-No dejaré que te vayas- amenazas, a veces con un arma en la mano.

Y te niegas a aceptar que ya no te quieren –o nunca te han querido- y ya nada desean saber de ti.

Probablemente llegas al extremo y utilizas el arma.

Le arrebatas la vida a la persona que “amas”.

Y de esta forma también desgracias la tuya, la de tus hijos y de la familia de ambos.

Y todo termina en tragedia, por una actitud obcecada, impulsiva e irracional.

Ocurre con frecuencia entre parejas desavenidas. Cosas del desamor, la posesividad y los celos.

Pero también sucede a menudo entre pueblos y gobiernos.

II

“Entonces, yo tampoco quiero mando”, cuenta la historia que el 19 de abril de 1810 afirmó el capitán general de Venezuela, Vicente Emparan, cuando desde el balcón del ayuntamiento le preguntó al pueblo, reunido en la Plaza Mayor de Caracas, si querían que él siguiera gobernando.

“Noooooo”, respondió la gente, azuzada por un cura sedicioso, el padre José Cortés de Madariaga, quien parado detrás del gobernante español habría hecho la señal correspondiente, moviendo su índice de un lado para el otro.

Y Emparan firmó la renuncia. Y se marchó tranquilo, sin pataletas, insultos ni berrinches. Comprendió que su poder había terminado, lo aceptó, y de esta manera evitó un derramamiento de sangre -quizás pensando más en la suya que en la de los demás- pero fue digno y lo hizo.

Así, en paz, comenzó hace 206 años la historia de la Independencia de Venezuela, que se confirmaría con la firma del Acta el 5 de julio de 1811.

Sin embargo, no todo podía ser tan primoroso, y menos en una época cuando las diferencias políticas se arreglaban a punta de lanzas, tiros y bayonetazos. Entonces vino la venganza del marido rechazado -que en su momento encarnó Emparan, pero en verdad era el trono de España- y los realistas se lanzaron por las malas a la reconquista del poder.

De allí en adelante Venezuela cayó en una larga trayectoria de violencia. La Guerra de Independencia –durante la cual el país cambió de manos en varias oportunidades- se prolongó hasta 1823. Víctimas de las batallas, el hambre y las enfermedades, murieron unas 200 mil personas. La economía quedó diezmada y tardaría décadas en recuperarse.

Desde entonces, se inició un proceso político de conspiraciones, revoluciones, insurrecciones, golpes, motines, traiciones y revueltas civiles, en el que la norma general era que los dictadores, o gobernantes electos por el Congreso, se negaran tozudamente -con contadas excepciones- a dejar el mando de buenas maneras.

El primer vestigio de “democracia” se dio hace 156 años, el 8 de abril de 1860, en plena Guerra Federal, cuando por primera vez fue elegido en Venezuela un Presidente por voto directo y secreto, proceso en el cual podían sufragar los venezolanos mayores de 20 años o de estado civil casado.

Según los escrutinios realizados por el Congreso, resultó favorecido Manuel Felipe Tovar, con 35.010 votos, por encima de Pedro Gual (4.389) y José Antonio Páez (746).

Sin embargo, su gestión duró poco, pues la guerra, las intrigas y la situación caótica del país lo obligaron a renunciar el 20 de mayo de 1861, para marcharse con su familia a París, donde falleció el 21 de febrero de 1866.

Tras la salida de Tovar, Pedro Gual asumió el mando, pero cuatro meses después fue derrocado por los militares. Irónicamente, Páez -el menos votado en las elecciones del año anterior- tomó el poder e instauró una dictadura.

III

Una larga lista de caudillos, algunos más despóticos que otros, se alternó -zancadillas mediante- por muchas décadas en el gobierno. Cárcel, tortura, asesinato y exilio eran prácticas habituales. Nada de votaciones, ni hablar de democracia, hasta que en diciembre de 1947 se celebraron los primeros comicios libres, universales, directos y secretos de la historia venezolana, en las que fue electo el escritor Rómulo Gallegos.

Pero, como en el caso de Tovar, el periodo de Gallegos fue breve. Un suspiro democrático de apenas nueves meses, que comenzó el 15 de febrero de 1948 y terminó en noviembre de ese mismo año, cuando un golpe militar encabezado por Carlos Delgado Chalbaud lo depuso y envió al exilio.

Tras el derrocamiento del novelista, los venezolanos tuvieron que esperar 10 años para volver a votar libremente y escoger un nuevo mandatario nacional. Eso fue el 7 de diciembre de 1958, en las elecciones celebradas once meses después de caer la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez.

Desde entonces, en el país no se han dejado de realizar votaciones presidenciales, incluyendo un referendo revocatorio, incorporado en la Carta Magna por la Asamblea Constituyente de 1999.

La primera consulta de este tipo fue celebrada el 15 de agosto de 2004 y el entonces presidente, Hugo Chávez, fue ratificado.

La segunda fue activada masivamente este año, por un pueblo despechado con el gobierno de Nicolás Maduro, en medio de la mayor crisis socioeconómica que ha azotado a Venezuela en su historia republicana.

El descontento es generalizado y todas las encuestas arrojan resultados demoledores para régimen madurista. Algunas registran hasta más 80% de intención de voto en contra.

En esta oportunidad, el amor se perdió.

El pueblo venezolano ya nada desea con Maduro y sus seguidores. Está dispuesto a ejercer su derecho constitucional para despacharlos, de manera democrática y civilizada.

Pero -aferrados al poder y temerosos de la justicia que hoy mantienen cautiva- el Presidente y su entorno se niegan a asumirlo.

Abiertamente, sus voceros más connotados aseguran que no permitirán “este año ni el otro” un proceso revocatorio.

Están en la fase de negación.

“Si no eres mía, no serás de nadie”, le dicen a Venezuela, amenazándola con las armas y mostrándole un garrote.

De ser como ellos quieren, todo terminará en tragedia -como en los conflictos pasionales donde uno de los involucrados se cree “dueño absoluto” del otro- por una actitud tiránica, arbitraria, enceguecida e irracional.