(A Todo Momento) — Estoy de acuerdo en cambiarle el nombre a la autopista Francisco Fajardo, hijo de una india guaiquerí prima hermana del cacique Naiguatá y de un conquistador español, a quien se le quiere reconocer como gran mérito su frustrado intento de fundar la ciudad que hoy se conoce con el nombre de Caracas en uno de los valles más hermosos del continente, tanto que por mucho tiempo lo consideraron la sucursal del cielo.
Le pondría Juan Germán Roscio, el guariqueño que escribió El triunfo de la libertad contra el despotismo, redactó la Constitución de 1811 con Cristóbal Mendoza y fue el jefe ejecutivo de Venezuela durante la Primera República, que era federal y anteponía la libertad y el debate a la violencia, y con mucha mala leche la han etiquetado como la “Patria Boba”.
En cada octubre de los últimos veinte años la caterva en el poder ha aprovechado la fecha más importante en la vida del Almirante de la Mar Océana, Cristóbal Colón, para tratar de reivindicar un pasado que crasamente desconocen y les es ajeno. Insisten en repetir una película mal contada y peor realizada, mientras desacreditan a los constructores o confunden los tejemanejes liberales del viejo Antonio Leocadio Guzmán con el diestro en arte de la morisqueta de Antonio Guzmán Blanco, dos actores muy distintos de la historia patria aunque fuesen padre e hijo.
Quizás muchas de las atrocidades perpetradas contra la sociedad venezolana en las dos décadas que ya cuenta la república bolivariana tienen conexión con el desconocimiento de la Guerra federal y la leyenda buenista que se ha tejido a su alrededor y de una de sus principales víctimas, Ezequiel Zamora.
Los años que van desde el Grito de la Federación en 1859 hasta la firma del Tratado de Coche en 1863 son de extrema violencia y salvajismo, especialmente en los estados llaneros; los Andes, Guayana y el Zulia se mantuvieron prácticamente al margen de la lucha. Salvo Santa Inés, Coplé y Buchivacoa, no hubo grandes batallas. Fue una guerra de guerrillas extremadamente cruel y salvaje. Una conflagración contra la civilización y contra la naturaleza, que excedió las tropelías y vesanias de José Tomás Boves y tuvo al Iluminado Espinosa como gran ejecutor. Costó más de 170.000 vidas, cuando la población del país no llegaba a 2.000.000 de habitantes.
Los “feberales”, como decían los campesinos en armas –machetes y rifles de percusión–, arrasaron pueblos enteros y acabaron con más de 7.000.000 de reses. Terminado el conflicto, los nuevos caudillos regionales se apoderaron de las tierras, no se concretó la distribución de la tierra y todo siguió igual, quizás sea la razón por la que a partir de entonces se recalca el igualitarismo de los venezolanos. Tuvo que llegar el general Juan Vicente Gómez para que el país reanudara la institucionalización que José Antonio Páez comenzó en 1830, después de que la guerra de Independencia había dejado una gruesa capa de ceniza y llanto sobre la naciente república. Otra vez la sangre y la pólvora borraba los sueños y los logros.
En 1999 se volvieron a escuchar los cantos de sirenas que ofrecían –otra vez– que tanto repitió Antonio Leocadio Guzmán, “nuevos hombres y nuevos procedimientos” y que Cipriano Castro repitió para hacer más de lo mismo. No ha habido guerra, aunque también se cuentan cientos de miles las bajas a manos de la delincuencia; ni ha habido una explosión nuclear, pero ha llegado al límite del poeta larense que decía que la vaina estaba tan jodía que hasta las moscas y los zamuros pasaban hambre.
La destrucción es general y hasta la independencia que Bolívar confundía con libertad se ha perdido. Mandan poderes extranjeros y junto con la soberanía se les han entregado vastos territorios a cambio de “unas gramas” de oro y promesas de redención. Luis Miquilena abandonó el barco cuando oyó a Fidel Castro decirle a Hugo Chávez que dentro de 500 años millones de personas peregrinarían para visitar su casa natal en Sabaneta. El segundo al mando del desastre repite con su mazo al hombro que la revolución bolivariana no ha arado en el mar ni sembrado en el aire. Es verdad. Ni aran ni siembran, saquean y matan. Nada que ofrecer, tierra arrasada.
@ramonhernandezg