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Mexicanos desplazados por sismo: “Es un cuento de horror”

Natacha Pisarenko AP Foto

(A Todo Momento – El Nuevo Herald) — En el interior de la escuela elemental Francisco Kino de la Ciudad de México, que sirve de albergue para personas que perdieron su casa en el letal sismo de la semana pasada, ha surgido una ciudad en miniatura.

En el patio al aire libre del centro, médicos controlan la presión arterial y los niveles de glucosa en un centro de evaluaciones improvisado en una mesa de plástico. Cerca, a los niños les cortan el pelo mientras sus estresados padres reciben masajes.

Pero la frustración va en aumento en el interior del gimnasio, donde las familias acampan en colchones junto a pilas con sus nuevas pertenencias, producto de donaciones. Los días sin poder acceder fácilmente a una ducha o tomar decisiones sencillas como cuándo apagar la luz para irse a dormir son un agravante.

Quieren saber cuánto tiempo estarán varados ahí.

“Esto es como en un cuento de horror”, dice una de las inquilinas, Ana María Castañeda, de 49 años y que está allí con cinco familiares.

Las más de 12.000 personas cuyas viviendas quedaron destruidas o dañadas por el terremoto de magnitud 7,1 han pasado la menos una noche en un albergue desde el desastre, según el gobierno mexicano.

Las autoridades prometieron el martes dar a las familias que tuvieron que abandonar sus casas una renta mensual de 3.000 pesos (unos 170 dólares) durante tres meses para encontrar un sitio para vivir. Pero el alquiler medio de un departamento de una habitación en las afueras del centro de la capital mexicana puede ser fácilmente el doble de esa cifra.

“Apoyaremos directamente a las familias con recursos y materiales para reparar los daños parciales o para la construcción de una nueva vivienda”, dijo el presidente del país, Enrique Peña Nieto, en un discurso televisado el martes en la noche.

Funcionarios del gobierno instaron el martes a las 25 familias alojadas en la escuela Francisco Kino a visitar un parque cercano donde se habilitaron zonas para que puedan solicitar ayudas, pero la sugerencia fue recibida con escepticismo y resistencia. Algunos temían que si iban a la plaza perderían sus codiciados lugares en el refugio. Unas 500 familias fueron obligadas a desalojar un complejo residencial cercano después de que uno de sus inmuebles colapsó, y la escuela tiene espacio para acoger a solo dos docenas.

“Perdón que te interrumpa”, dijo una mujer mayor, sentada en un colchón donado, durante una reunión con un representante del Instituto de la Mujer de la Ciudad de México. “Nos dicen que si ustedes se mueven de aquí, pueden perder el albergue. Pero si no se van para allá, pues, pueden perder la ayuda del gobierno”.

“Después del susto del temblor, ¿por qué nos asustan con esas amenazas?”, preguntó.

Se pidió a los residentes que acudiesen uno a uno a pedir la ayuda del gobierno, dejando a algún familiar a cargo de sus pertenencias.

Por el momento, los inspectores examinaron daños en 10.903 propiedades y el 83% de las estructuras son seguras para vivir, dijo el alcalde de la capital, Miguel Ángel Mancera. Esto implicaría que unos 1.800 inmuebles han sido declarados inhabitables.

En total, los 43 albergues habilitados por toda la ciudad atendieron a 24.000 personas desde el sismo del 19 de septiembre, aunque muchos acudieron solo para recibir un plato de comida antes de encontrar alojamiento con familiares o amigos.

Y no está claro cuánto tiempo más seguirán operando. Los voluntarios y empleados gubernamentales en la escuela Francisco Kino _ que está gestionado en su mayoría por residentes del vecindario _ señalan que seguirá abierto en un futuro próximo.

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“Por el tiempo que se requiera”, señaló Elizabeth García, una funcionaria que inspeccionaba el lugar el martes.

Las pilas de botellas de agua y suministros médicos donados, además del creciente nivel de servicios organizados, dan la impresión de que los residentes están empezando a asentarse. Filas de cepillos y pastas dentales descansan en los lavabos en el exterior de un baño para niños. Una sala en la que solían guardarse los materiales de la escuela se ha transformado en almacén de medicamentos. En una caja de cartón hay montones de antibióticos, mientras que sobre una mesa hay vasos de poliestireno con inyectables como antiinflamatorios, que están etiquetados con rotulador negro.

Uno de los médicos, Misael Domínguez, dice que tienen “prácticamente el material que requerimos”.

“Aquí se han visto atenciones sobre todo por descontroles de hipertensión y la glucosa por el mismo estrés en que esta la gente”, explicó.

En ese momento, un doctor le pinchaba un dedo a Roberto Ramírez para extraerle sangre y medir sus niveles de glucosa. Ramírez, un músico y programador informático de 33 años, es diabético y vivía en un departamento que el terremoto dejó inhabitable. Estaba lejos de casa cuando ocurrió el sismo, y no pudo recuperar su kit para controlar la glucosa.

Desde el desastre está intentando cuidarse más porque dice que “ahora valoro más las cosas”.

El resultado de la prueba fue alto: 259.

A la izquierda de la entrada hay carteles que ofrecen servicios psicológicos. Muchos de los que se alojan en el centro llegaron con el trauma del movimiento telúrico todavía muy vivo en sus cabezas.

Florencia Cortés, de 37 años, fue sacada de entre los escombros de su edificio de apartamentos junto a su hijo de 20 meses, Jonatan. Para sacar su hijo, tuvo que entregárselo al plomero del inmueble, que resultó estar fuera y tomó al pequeño por un pie.

Jonatan solía seguir a su madre a todas partes. Ahora no se separa de su padre, que no estaba en casa durante el sismo.

“Él no es igual. A lo mejor piensa que yo lo aventé y no lo quiero”, dijo Cortés.

Muchos de los alojados en la escuela desconfiaban de que el gobierno vaya a hacer bien las cosas. Aunque funcionarios gubernamentales acuden ocasionalmente, la mayor parte de las autoridades no se han hecho ver, señalaron. Algunos dicen que se quedarán en el centro hasta que reciban un lugar donde se puedan instalar.

“La última palabra la tiene el gobierno y no se sabe nada del gobierno aquí”, apuntó Angelina Usuna, de 81 años.

El momento más difícil de la jornada llega con la noche. Unos pocos afortunados tienen colchones donados, pero la mayoría duerme en incómodas colchonetas de espuma. En el mejor de los casos, duermen apenas unas horas. Conscientes de estar compartiendo un espacio común, nadie se siente con autoridad para decir a los demás que se callen o apaguen la luz.

De hecho, es imposible que el gimnasio quede completamente a oscuras. Como parte del protocolo de seguridad del albergue, debe haber una luz encendida por si sucede otro sismo.




Vía El Nuevo Herald