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Criadas en revolución o las camareras del Titanic

(Redacción A Todo Momento – ElEstímulo) Lavarle la poceta y recogerles cochinadas a otros no tiene ni luces ni sombras. Limpiar, cocinar, servir, lidiar con niños y adultos malcriados no son tareas fáciles. El trabajo del hogar, como muchos otros oficios que requieren vocación de servicio, es extrañamente remunerado, humillante, arduo, cansón. Y, en estos tiempos que corren, es un mal necesario para ambas partes: empleador y empleado.

Para las madres en posición económica holgada la elección de la mujer de servicio es la mejor alternativa a la hora de distraerse de sus hijos y casa. Gracias a ella, pueden largarse al gimnasio, tener la manicure al día, cafés con amigas y compras variadas. Esas empleadoras pagan hasta seis mil bolívares diarios sin chistar, así sean extranjeras y sin papeles quienes laven a fondo sus baños. Para otras amas de casa, las de la nueva clase media en picada, las que luchan cuerpo a cuerpo con el salario, la responsabilidad del trabajo y todo el océano venezolano de vicisitudes, las domésticas son un must para desempeñarse profesionalmente. En algunos casos, la versatilidad de estas nannies criollas pasma: cuidan niños o ancianos, limpian, planchan —labor cada vez más exótica— y hasta hacen mercado. En otros, también pasma: solo se limitan a un oficio con exclusividad.

Las más sumisas

Las nannies más antiguas y de la patria son la Negra Matea y la Negra Hipólita, ambas esclavas de la familia Bolívar. Según la biografía de Matea por Antonia Esteller, “sabía coser, bordar y planchar a la perfección”. Las esclavas negras formarán parte del servicio doméstico hasta después de la abolición de la esclavitud en el país en 1854.

La tradición oral refiere que, hacia los años 50, en Venezuela, proliferaban las domésticas ibéricas. Algunas ascendieron a un rango con mayor autonomía y hasta con un leve tono gerencial, convirtiéndose en conserjes de edificios o ama de llaves. Otras se fueron y con su partida se abrió el campo de trabajo para las “andinas” nacionales, colombianas, ecuatorianas y dominicanas, desde los 70 y hasta bien entrados los 80. Para ese momento había un 40% de mucamas importadas.

Milagros, ama de casa de toda la vida del Este de la capital, y de 68 años, dice enrollando las eres caraqueñas: “cuando yo era niña, trabajaba en mi casa una señora de Galicia; las comidas eran de postín y los pisos brillaban cuando la gallega despegaba la frente y el cepillo del granito”. También recuerda que “fue una época en la que, casi sin excepción, las conserjes de Caracas eran de Portugal”. De igual modo, desde los años 60, era muy común recibir en casa a la hija o pariente de quien había cuidado de los abuelos, para que trabajara y “no se dejara montar barrigas”, según Milagros. Así pues que, entre nacionales, el oficio de sirvienta era heredado.

En 2017, el panorama ha cambiado tanto igual como el acatamiento. La opinión de las amas de casa se desborda en frustraciones cuando refieren la responsabilidad de las paisanas. “¿Qué te puedo decir que tú no sepas? Son incumplidas, se pierden por semanas; no llaman, no vienen, llama el esposo o la hija o un compadre, porque siempre les pasa la historia más disparatada, y como aquí todo es posible, si a uno le pasan esas historias… a ellas mil veces más, seguro”, eso cuenta Deborah, ingeniero, madre de tres hijos y divorciada, quien referirá más adelante cómo le pone el cascabel al gato.

Las más queridas y fieles

Si bien Deborah dice mantener a sus empleadas “a raya”, no admite llegadas fuera de la hora ni cuentos de camino. Hay otras jefas menos severas. Para ellas son la mano derecha, la que mece la cuna y la mano más larga en casa, las veces más infortunadas. Sin ellas no se podría trabajar. “En mi casa, mi hijo es lo primero y luego la mujer de servicio”, dice Lucía, quien ha tenido experiencias mezcladas. “Es la que manda en mi casa. Confío en ella ciegamente. Es que si no, no tienes cabeza para trabajar”. Como Lucía, muchas patronas se encariñan tanto que les aceptan a sus hijos, permisos pagados, llegadas tardías y salidas antes de la hora.

Migdalia negocia tranquilidad y estabilidad laboral. “A mí ahorita me pagan 3.000 bolívares y trabajo cómoda, donde la señora Luisa. Ella me regala afeitadoras, comida, jabones y cosas que ella ya no usa. Eso hay que agradecerlo. Y si uno suma, sale mejor porque uno se ahorra desayuno, unos 2 mil bolos y 2.500 de almuerzo como mínimo, entonces vale la pena trabajar por 3.000 el día”. Añade: “Hay que ver bien dónde se trabaja, porque dos comidas diarias completas —tal y como lo estipula la Ley Orgánica del Trabajo (LOT) para las domésticas— no le dan a uno en todas las casas”.

A Judith, madre de dos niños y dedicada a su hogar, sus otras vecinas del edificio la convocaron para unificar criterios acerca de las comidas y pagos para domésticas. Varias de las convocadas habían decidido pedirles que trajeran sus comidas, pero Judith declinó: “Me parece descabellado no dejarlas comer de lo que ellas preparan. No sé a dónde llegaremos con la inflación, pero mientras se pueda, o mientras yo pueda, yo les daré comidas”.

Y Deborah también opina sobre la alimentación y la paga. “Aquí comen chévere. Se llevan un cerro de ropa que dejamos de usar. Las ayudo hasta donde ellas me ayuden. Y gracias a Dios que tengo los 4 mil bolívares que les pago diariamente a una y los 60 mil que pago por la interna. Pero no quiero loqueras ni improvisaciones”. “No hay tu tía conmigo”, dice Deborah de nuevo, quien lucha para mantener un apartamento grande como como un centro comercial. “El uniforme es obligatorio. No me importa invertir en eso. Desde el uniforme te haces respetar como patrona y no me importa, me importa que me funcione. Para mí, desde el uniforme comienza la seriedad”.

Gajes del oficio

Gladys, la agradecida heroína de la pieza de teatro La Cocinera de Eduardo Machado, promete a su patrona que defenderá y cuidará su mansión de El Vedado de los revolucionarios cubanos y espera por el regreso de su ama. Y pasan 40 años, cartillas de racionamiento, embargo norteamericano, fusilamientos y el raudal de penurias que sufrió el pueblo cubano y la jefa, la señora Santana, no retorna. Gladys es de esas domésticas fieles y sumisas, la mucama de ensueños y la cara más dulce y fiel de esta labor tan complicada y tan afectada por las connotaciones perversas de la devoción del servicio a ciegas.

En la Venezuela de la era CLAP (Comité Local de Abastecimiento y Producción), las domésticas sí se resisten ante el uniforme y la cofia. Con una inflación tan exagerada, que no deja lugar para un extra, por supuesto que las relaciones trabajadora del hogar-ama de casa son la quintaesencia de la disfuncionalidad —cuando no están salpicadas de tonos más góticos. La cruz y el estigma de “cachifa”, el peor, el vergonzoso nombre que ha acuñado el creole para ellas, aún alcanza a buenos y malos.

El perfil de aquella mucama humilde, respetuosa, su merced y todo el protocolo televisivo de servidumbre quedó muy atrás, y más atrás su actitud de eterno agradecimiento hacia el empleador. No todas son Gladys ni Migdalia. Las camareras de casa en Venezuela, las de este Titanic, son pendencieras, no le aguantan un mal día a nadie, ponen más condiciones que rockstar, jornadas de cuatro horas, plancha y limpieza no combinan. “O es una Miss que con suerte limpia un baño si logra zafarse del Whatssapp”, dice Fátima, una madre divorciada con un niño de cuatro años y quien despidió a una. A la Miss, toda una bomba sexy, le causó asco asistir a su hijo en el lavado de los dientes. Tampoco logró que pasara una hora sin responderle los mensajes al marido, reacio a que el bombón trabajara. “Imagínate, aún hay hombres que no quieren que sus mujeres trabajen.”

“Lo de la plancha siempre ha sido un tema, que se te abren las manos, que se te voltean, que se les pasman”, continúa Fátima. “Yo me he planchado una camisa y luego me baño y me visto para salir. O me baño y luego me plancho el pelo mecha a mecha —y se extiende su eterna melena como un pavo real—y mírame las manos”, dice con cara de haber resuelto el ancestral misterio hidroeléctrico. “¡Y lo que harán cuando se quedan solas en casa!, en eso no puedes ni pensar”, finaliza.

El drama venezolano del infame suministro de agua salpica la relación laboral. No es descabellado que soliciten lavar su ropa en casa porque en sus zonas de residencia no les llega agua sino una vez a la semana. Migdalia, casi una versión contemporánea de cualquier portuguesa de las de la Caracas de ayer, sigue: “Sé que hay casas en las que te dejan lavar tu ropa, pero hay otras en las que no. A mí tampoco me gustaría que estuvieran usando mi lavadora a cada rato”.

 “Si te comportas como cachifa te tratan como cachifa”

A Amparo, de 57 años, no le avergüenza ni le sienta mal que la llamen “Cachifa”. “Porque no lo soy, señora, yo soy igualita que todos pero limpio bien y cocino espectacular”. Trata de recordar un mal rato en casi 40 años y dice que ninguno. Solo menciona llamadas de atención mientras trabajó limpiando una conocida tienda en la capital. “Para mí trabajar los sábados es muy difícil porque a mí me fascina jugar bingo con mis hermanas los viernes. Y nos bebemos una guarapa que preparamos entre todas y ahí amanecemos jugando y hablando. Entonces, los sábados llegué varias veces descompuesta y tarde a la tienda y me reclamaron. Con razón, ¿ve? Y eso es maluquísimo trabajar así”.

Con sabiduría aplastante apunta que la vida es “amor, familia y trabajo. Y hacerlo bien y con cariño, porque mire, cuando uno trabaja bien, a uno lo quieren y no lo olvidan”. Amparo solo ha estado en casas de familia y en dos tiendas. En una casa cuidó a un viejito durante ocho años. “Vivía solo y yo llegaba en las mañanas, lo ayudaba a bañarse y cocinaba y limpiaba. Me quedaba con él hasta las 4:00 pm. Muy simpático ese señor y hablaba italiano y eso era puro ‘guaguaguá’. Y se lo llevaron para su país. Después conseguí unos días en la tienda de ropa, ahí estuve tres años. Ahí mi hermana me mandó para otra tienda y me fui porque el dueño murió. Ellos me regalaron mi nevera, lavadora y secadora, mis sábanas y mis toallas que uso hasta el día de hoy. Ahora llevo cuatro años cuidando a una señora de 80 años. También buena gente”. Y cierra: “Si te comportas como cachifa, te tratan como chachifa”.

El baile del rallador

Hay para quienes la doméstica es el extraño que necesitas en casa, además de ser imposibles de complacer. Carla, abogado, divorciada y con dos hijos, reza todos los días para que llegue el momento de no necesitar más los servicios de una. “La relación con la última, Edelsida, estaba forzada de ambas partes. No se podía quedar ni 15 minutos más porque ya a las 2:20 pm se convertía en un dragón chino. Que si iba a llegar tarde para el Mercal, que tenía que llegar a cocinar, que si estaba regalando su trabajo”, relata Carla.

Un día desapareció el rallador. Carla compró otro, cinco mil bolívares. Otro día, se esfumaron unos cuchillos. Luego se perdieron dos espátulas de sartén. Los últimos reclamos por llegadas tarde fueron silenciados con una batida y una caminoteada: “ay no Carla, hable sola”. Carla tragó grueso y comenzó a buscar a otra para que empezara en enero. Y la consiguió. Hace dos semanas, Carla, mientras guiaba a la nueva empleada, vio reaparecer el viejo instrumental de cocina. Edelsida con gran finesse había practicado un truco de ilusionismo entre piezas viejas y nuevas. “Me bailó con el rallador, cuchillos y espátula. Menos mal que ya mi enemigo no está aquí”.

Ya el bachaqueo ni siquiera les guiña el ojo. No compensa. Sin material ni productos para ejercerlo la mejor opción es un sueldo de 100 mil Bs con comidas incluidas y cuidar la chamba mientras suenan las trompetas.

TEXTO: LUZ ELENA CARRASCOSA